LA CASA DE TARZÁN ( El beso de Carla: 5)
¿Qué estaba
haciendo allí? A saber lo que pensaría cualquiera que le viera desde alguna de
esas ventanas. El parque estaba rodeado de modernos bloques de edificios en una
barriada bastante reciente de la ciudad. Los escasos árboles del recinto eran
demasiado jóvenes para que Raúl no estuviera expuesto a las miradas curiosas de
sus vecinos. Aunque pensándolo bien… ¿Quién iba a estar mirando por la ventana
a las 2 de la madrugada? En todas esas viviendas los padres habían sido capaces
de dormir a sus hijos… Todos menos él.
El silencio del
parque era de una tranquilidad reconfortante. Hacía sólo unas horas era un
hervidero de llantos, risas y conversaciones sobre papillas, pañales y colegios
públicos. Ahora Raúl era capaz de oír su propia respiración y como mucho,
apreciar a lo lejos el sonido de los coches pasando por una circunvalación
próxima.
Era la tercera
semana de mayo y la temperatura a esas horas era agradable. Había hecho bien en
no ponerse la sudadera para disimular que había bajado a la calle en pijama. El
modo en el que había dado el portazo al salir dejando a su mujer con la
sudadera en la mano no había sido el más adecuado; pero él también estaba
enfadado. Era él quien estaba en pijama en un parque a las dos de la madrugada
buscando un pulpo de fieltro con los colores de la selección española de
fútbol.
El dichoso muñeco fue un regalo espontáneo a
su hijo para intentar fomentarle la pasión por el fútbol en el pasado mundial.
La aparición en las noticias de un pulpo que era capaz de predecir y acertar
los resultados de las diferentes competiciones, provocó una avalancha de muñecos del molusco en
quioscos y jugueterías. El animal, dentro de una pecera, tenía dos cofres con
comida, separados entre sí e identificados con la bandera de los países que
iban a jugar el siguiente partido. En un instante glorioso para las casas de
apuestas, dirigía sus tentáculos hacia el comedero con la bandera de la selección que
supuestamente iba a ganar el siguiente enfrentamiento. El suceso se convertía
en todo un acontecimiento entre los medios internacionales y la tontería en
cuestión alimentó la ilusión de los aficionados que, finalmente, se vieron
recompensados con la histórica victoria.
Raúl admitía que
se había excedido un poco intentando que su hijo, que por aquel entonces
contaba con un año de edad, repitiera todo tipo de vítores para animar a la
selección. Como es natural, el niño se cansaba y era incapaz de seguir ni diez
minutos de un partido en el que sólo veía a diminutos hombres corriendo con un
balón. Pero el muñeco, quizás por su tacto suave, quizás por sus vistosos
colores, fue del agrado del pequeño.
El pequeño Raúl
de 20 meses, Raulito para la familia, era incapaz de dormirse sin su pulpo. El
juguete acompañaba al niño a todas partes excepto en la escuela infantil, donde
un temor infundado de su padre a que se lo robara otro niño había disuadido a
Raulito de llevarlo consigo. Pero ese día el pulpo había quedado olvidado en
algún rincón del parque y ese pequeño cabrón no estaba dispuesto a irse a la
cama sin lo que él llamaba su “púpol”. Tras sucesivos berrinches al llevarlo a
la cama a la fuerza, alternados con suaves y cariñosos razonamientos para
tratar de convencer al chiquillo, la última solución era la que le había
llevado al parque a esas horas de la noche.
La tranquilidad
nocturna del parque había dejado de hacer efecto. ¿Qué coño estaba haciendo
allí?
La linterna no
tenía mucho alcance y Raúl exploraba todos los rincones donde su hijo solía
jugar. Era consciente de que lo más probable era que cualquier otro niño lo
hubiera encontrado y ahora lo tuviera junto a su almohada.
Era frecuente
que los niños intercambiaran juguetes en el parque, se les insistía con el “hay
que compartir” pero luego se les recordaba que hicieran uso del sentido de la
propiedad y cada niño volvía a casa con sus propios juguetes. Por eso pensaba
que lo habría olvidado allí y algún niño, cuyos padres incumplían las normas no
escritas del parque, se lo había llevado. Alguna vez su hijo había cogido algún
juguete olvidado en el suelo y Raúl le había insistido en que lo dejara en
algún lugar visible, para que el desafortunado propietario tuviera una búsqueda
fácil. Por lo visto, no todos seguían el mismo protocolo.
Llevaba
medio parque rastreado y ni en los columpios, ni en el balancín había
encontrado nada. Incluso había buscado en un pequeño seto de arbustos donde
sabía que su hijo no se acercaba desde que un día, mientras zarandeaba una de
las plantas para arrancar una flor, salió un gato del interior huyendo a toda
velocidad y dando un gran susto al pequeño.
Cansado y agobiado por lo absurdo de la
situación, Raúl se sentó en un banco y miró desde allí su edificio. Su ventana
era la única iluminada de toda la fachada. El pequeño tirano seguía dominando
el combate. Comprobó su móvil para corroborar que no había ningún mensaje de
Isa, su mujer. Ya eran las dos y cuarto. Mierda.
Raúl se sentía
totalmente superado en esas situaciones. No soportaba el agudo llanto de su
hijo, ver como se destrozaba la garganta en cada berrido, como su cara se
enrojecía de esa manera tan alarmante. No era capaz de tomar una iniciativa, se
quedaba bloqueado. Isa en esos casos tenía más recursos, se sacaba de la manga
los trucos que el sentido común, su madre y alguna revista especializaba
aconsejaban para esos conflictos. Pero esa vez Raulito les había vencido por
goleada y justo antes de bajar le había dejado correteando por la casa,
haciendo todo el ruido posible con la malévola intención de que nadie pudiera
descansar hasta que no tuviera a su “Púpol”.
Raúl sabía que
si seguía escarbando en su desesperación llegaría a niveles indeseables,
pensamientos que temía verbalizar y que le hacían sentirse mala persona. Pero
esa noche había tocado fondo y un pensamiento antes enterrado había aflorado en
su conciencia: Fue Isa la que quiso tener hijos.
Se levantó del
banco dando un brinco, como si la brusquedad de su movimiento sirviera para dar
carpetazo a sus malos pensamientos. Aún quedaba una pequeña parte del parque,
cinco minutos más y a casa. La idea de estar perdiendo horas de sueño le
cabreaba aún más. Al amanecer tenía que coger un tren para una reunión en
Madrid… ¡Bendito tren de alta velocidad! Si no existiera apenas quedarían un
par de horas para que sonara el despertador. De todas formas, mañana se
sentiría terriblemente cansado igualmente.
Caminó a lo largo de unos aparatos de gimnasia
fijos que solían usar los ancianos por las mañanas. Iluminó todos ellos y ni
rastro del muñeco. Era agradable pisar ese suelo de goma que ponen en los
parques de ahora. Cuando él era pequeño todo era tierra y grava, un “nido de
infecciones” como diría Isa. Un sonido a lo lejos le hizo levantar la mirada:
un vagabundo arrastraba un carrito desde el final de una calle en dirección al
parque. Hablaba solo.
Echó un vistazo
general con su linterna enfocando a todo el parque y se dio cuenta que no había
mirado en “La casa de Tarzán”. Dos pequeñas torres hechas con troncos bien
barnizados estaban unidas por una red gruesa para que los niños pasaran de un
lado a otro. Cada módulo tenía un tobogán y escaleras de acceso. Raúl decidió
echar un vistazo a su interior como punto final a su búsqueda. No le hizo falta
usar la escalera, dejó la linterna arriba y se impulsó con sus brazos metiendo
medio cuerpo en una de las torres.
-¡No me hagas
daño por favor!
Con las piernas
colgando fuera del módulo, Raúl se quedó paralizado. Cogió la linterna e
iluminó el interior del habitáculo. Acurrucada y aferrada a una mochila, una
chica le miraba con cara de pánico.
-Tranquila. No
voy a hacerte nada. Sólo estaba buscando una cosa que he perdido.
-¡Lárgate por
favor! -decía la chica.
Raúl estaba en
una posición tan incómoda que para poder bajar mejor de allí, prefirió meter el resto su cuerpo por la ventana de la
torre y acceder al interior.
-Enseguida me
voy- dijo Raúl jadeando e incorporándose de forma aparatosa.-Uno ya tiene una
edad.
Se sentó frente
a la chica para recuperar el aliento. El espacio no tenía más de dos metros
cuadrados. Puso la linterna en vertical iluminando hacia arriba y el interior
de la casa de Tarzán quedó bastante visible. Las paredes y el techo estaban
plagados de egocéntricas declaraciones adolescentes e intensas muestras de amor
y amistad. Toda aquella palabrería parecía haber salido del mismo rotulador permanente.
-¿Qué haces aquí
sola a estas horas? ¿Te has ido de casa o algo así? -preguntó Raúl.
La chica, que
aún escondía su temor al desconocido bajo su rostro serio y desconfiado,
respondió:
-Algo así.
-¿Y no crees que
tus padres te estarán buscando?
-Piensan que
duermo en casa de una amiga… Mira, sólo estoy esperando unas horas a que mi
abuela se despierte y me iré a su casa. Aquí estoy segura… Y ahora si te puedes
marchar me harías un favor. Estaba durmiendo hasta que me has dado el susto.
-Está bien- dijo
Raúl.
Como pudo giró sobre sí mismo para sacar sus
piernas por el tobogán que tenía a su izquierda. El vagabundo del carrito
parecía haber entrado en el parque. Ahora canturreaba.
Raúl cogió la linterna y antes de impulsarse
hacia abajo miró a la chica por última vez.
-Oye se me
ocurre una cosa. En el patio de mi edificio hay una especie sofá bastante
cómodo. Creo que ahí estarás más segura y nadie te molestará. Además, no creo
que nadie salga del edificio mañana tan temprano como yo.
La chica se quedó
pensando unos instantes.
-Que no…
Gracias. ¿Nunca te dijeron de pequeño que no hay que irse con desconocidos?
-Touché.- respondió Raúl con una sonrisa.
-¿Qué has dicho?
-Nada.- Raúl se
deslizó por el tobogán hasta desaparecer.
La chica miró
por la ventana de la torre y vio como Raúl se iba alejando. Un horrible bramido
la sobresaltó. La chica miró ahora desde el otro lado, por una especie de ojo
de buey y vio al vagabundo entrando en el parque en dirección a la casa de
Tarzán. Aquel hombre lanzaba ahora quejas desesperadas a voz en grito. La chica
sintió miedo. Cogió su mochila y se tiró por el tobogán. Una vez en tierra se
incorporó y se puso a correr hacia donde estaba Raúl.
-¡Espera! -le
gritó.
Raúl se giró y
se detuvo a esperarla.
La chica llegó a
su lado y le dijo:
-Acepto lo de
quedarme en el patio… Si te vas a sentir mejor.
Sin decir una
palabra. Raúl continuó caminando. Paró en un paso de cebra con el semáforo en
rojo para peatones. La chica miró a ambos lados y dio un paso al frente.
-A estas horas
no pasa nadie.
-Perdona. -dijo
Raúl.- Es la costumbre de ir con el
chiquillo.
Raúl echó a
andar y sintió curiosidad por la joven:
-Yo me llamo
Raúl ¿Tú cómo te llamas?
-Carla.- respondió
tras bostezar.
-Tendrás unos 17
años…
-15. -respondió
Carla.
- Vaya. Soy un
poco malo para calcular la edad.
-No te
preocupes.- dijo Carla sonriendo.- Me mola aparentar más.
Raúl cambió de
tema:
-Debe haber sido
una bronca muy fuerte para haberte escapado así.
-Me ha pegado
una hostia
-¿Cómo?
-Mi padre. Me ha
“cruzao” la cara delante de todo el
mundo. No se lo voy a perdonar nunca. Por eso me voy con mi abuela y punto.
Además, a ella le viene bien la compañía.
Raúl titubeó un
poco pero finalmente le dijo:
-Ya sé que no es
asunto mío, pero independientemente de lo que hagas no dejéis de tener una
conversación. A veces ser padre es complicado y no sabes cómo actuar. Nadie nos
enseña a serlo a fin de cuentas.
-Ya, pero tú
nunca pegarías así a tu hijo.
“Yo nunca
pegaría así a mi hijo” pensó Raúl, pero hacía sólo unos minutos estaba tan
hastiado por la situación que había deseado que no existiera, que no formara
parte de su vida. Eso era terriblemente peor que un desafortunado bofetón. Raúl
sentía odio por sí mismo al haber tenido ese pensamiento tan repugnante. Se
intentaba convencer de que había sido una recaída, fruto de la desesperación y
el cansancio, en su labor de padre permanentemente a prueba. No quería que,
llegado el momento, un futuro Raulito de quince años le odiara así y no
quisiera saber de él. Temía no estar a la altura en la adolescencia de su
propio hijo si con sólo 20 meses de paternidad ya se estaba arrepintiendo. Estaba volviendo a dar rienda suelta a sus
pensamientos y no quería que volviera a aflorar su lamentable subconsciente,
así que miró a Carla y su imagen juvenil invadió sus pensamientos. Era una
chica bastante guapa, su diminuta nariz le recordaba a la de Isa, pero a pesar
de que la ropa y el maquillaje intentaban ocultarlo, era innegable que aún era
una niña.
Cerca de su
portal, Raúl miró hacia su piso y vio que las luces estaban apagadas. Buscó su
móvil en el bolsillo y efectivamente tenía un mensaje de Isa que decía “Por
fin”.
Entraron en el portal y Raúl le indicó a Carla donde podía acomodarse. Carla se dejó
caer en el sofá de escay de dos plazas que, junto a una maceta con una planta
artificial, componían la decoración del patio. Carla puso la mochila en un
extremo para que le sirviera de almohada, pero permaneció sentada mientras Raúl
llamaba al ascensor.
-Debes haber
perdido algo muy valioso para bajar a buscarlo a estas horas. ¿Qué era? ¿El
móvil?
-No. -dijo Raúl
sonriendo.- Era un juguete de mi hijo. Resulta que no se puede dormir sin su
muñeco favorito.
-¡Qué fuerte!
Tienes que ser un padre guay para hacer eso. El mío ni de coña lo hubiera
hecho.
-No creas.- lamentó
Raúl.
En ese momento
llegó el ascensor y Raúl se despidió dándole las buenas noches a Carla. Dentro
del ascensor se miró en el espejo y se dijo a sí mismo: “un padre guay”.
Carla se había
quedado unos instantes pensando en lo que Raúl le había contado del juguete y
se sintió estúpida por no haber caído en la cuenta. Abrió su mochila y sacó el
pulpo de fieltro con los colores de la selección española que había encontrado
en “La casa de Tarzán”. Lo había cogido pensando que sería un regalo ideal para
Richi. Una oportunidad para que le dedicara algo de su atención, normalmente
dirigida a chicas mayores que ella.
Richi, el único del insti que ya
tenía carnet de conducir, el líder indiscutible que había ido a parar a la
clase de Carla tras haber repetido un curso en Primaria y dos en Secundaria.
Carla buscaba siempre cualquier oportunidad para hablar con él: ofrecerse para
compartir el libro en el aula, para dejarle un bolígrafo e incluso para pasarle
las respuestas durante un examen.
Sabiendo de su pasión por el fútbol, sabía que este regalo que había
encontrado en el parque iba a quedar estupendamente en la bandeja trasera de su
coche.
Pero a Carla le asaltaban las dudas, pensaba
en ese pobre hombre que había bajado de madrugada al parque para buscar un
juguete de su hijo. Era obvio que buscaba el pulpo. Con el muñeco en las manos,
imaginó la alegría de ese niño al ver que su padre había conseguido traerle de
vuelta su juguete. Se sinceró consigo misma y llegó a la conclusión que llevaba
todo el curso lanzando señales desesperadas a Richi y éste la trataba como una
más de la clase. Sin duda, ese pulpo tenía que volver a su propietario.
Se levantó del sofá y se dirigió a los buzones
de los diferentes vecinos. No todos indicaban el nombre de los mismos, pero en
el 3ºA había una etiqueta que ponía “Raúl Valle González. Isabel Torres Asensi.
Raúl Valle Torres”. Le pareció entrañable que consideraran el nombre del
pequeño en el buzón. Definitivamente eran unos padres muy guays.
Carla subió
hasta el tercer piso procurando no hacer ruido y dejó el pulpo en el felpudo de
la puerta que indicaba “3ºA”. Satisfecha por su buena acción, volvió a bajar al
patio y se tumbó en el sofá para intentar dormir un poco.
A las 7:15 de la mañana siguiente, Raúl ya se
había duchado, afeitado y vestido. Apuraba un café con leche en la cocina
mientras su pequeña familia todavía disfrutaba de un profundo sueño. Se
arrepentía de haber llegado a la situación de la noche anterior; bajar al
parque había sido ridículo. Tenía que hablar con Isa y afrontar de otra manera
la educación de Raulito. No podían perder el control de esa manera nunca más.
Puso la taza vacía en el fregadero, cogió su maletín y comprobó que llevaba
consigo el móvil y la cartera. No podía retrasarse más o no llegaría a tiempo a
la estación. A pesar de que el despertador había sonado a la misma hora de
siempre, el terrible cansancio había hecho que todo resultara más lento esa
mañana.
Abrió la puerta del piso y estuvo a punto de
pisar el pulpo que continuaba en el felpudo. No se lo podía creer. Se agachó
para coger el muñeco y rápidamente dedujo que tenía que haber sido Carla la que
lo había dejado allí. Lo que no sabía era si después de haberla dejado en el
portal, había tomado la iniciativa de buscarlo por su cuenta o es que lo había tenido todo el rato. No
recordaba exactamente las palabras pero simplemente le había dicho que buscaba
un juguete de su hijo. Daba igual. El maldito pulpo volvía a casa.
Volvió a entrar en el piso y se dirigió a la
habitación del pequeño. Procurando no despertarle, dejó al pulpo sobre la
almohada junto a la cabeza de su hijo. El pequeño dormía profundamente,
emitiendo un leve sonido al espirar con la boca ligeramente abierta. La imagen
de su hijo dormido enterneció a Raúl al mismo tiempo que martilleaba su mala
conciencia. Guardó ese momento en su retina y volvió a sepultar sus malos
pensamientos bajo capas y capas de buenos recuerdos con su hijo.
Miró el reloj y se apresuró de nuevo hacia la
puerta. Al bajar al patio esperaba encontrar a Carla dormida en el sofá, pero
allí no había nadie. Raúl supuso que la
joven ya estaría en casa de su abuela. Al salir del portal miró a ambos lados
pero, salvo un par de coches parados ante el semáforo, la calle estaba
desierta. Atravesó el parque para atajar y sintió el impulso de echar un
vistazo en “La casa de Tarzán” pero no podía perder más tiempo. Quien sí que
estaba era el vagabundo, durmiendo bajo unos cartones en uno de los bancos del
parque. El temor a perder el tren hacía
que Raúl caminara a ritmo acelerado y entre bostezo y bostezo, empezó a repasar
mentalmente la agenda del día.