Me contaba ayer una compañera en la comida, que su hija pequeña se encontraba con 5 euros bajo la almohada cada vez que se le caía un diente de leche. Además de pensar lo bien que el ratón Pérez se había adaptado a los nuevos tiempos, recordé un par de anécdotas del roedor en cuestión:
Cuando mi amigo J. era un chavalín se encontró, jugando en un descampado, un cráneo de cordero. Al ver que alguno de los dientes estaba suelto, se le ocurrió una estupenda idea. Cogió el diente y lo puso bajo su almohada pensando que el ratoncito Pérez no iba a saber de dónde provenía realmente.
A la mañana siguiente J. se llevó una sorpresa al ver que el diente ya no estaba y en su lugar había una moneda de 100 pesetas. Una vez había comprobado lo fácil de engañar que era el Sr. Pérez, decidió hacer negocio. Buscó una buena maza y volvió al descampado para liarse a golpes con el cráneo. Cuando tuvo en sus manos todos los dientes posibles, volvió a casa para guardarlos. Cada noche, J. ponía uno de los dientes bajo la almohada y por la mañana se encontraba una nueva moneda. J. estaba encantado con su fraudulenta manera de ganar dinero fácil... Ya desde pequeño demostró ser un tipo muy espabilado. A sus padres les debió hacer gracia la ocurrencia de su hijo y le siguieron el juego un par de noches más. En la cuarta o quinta mañana, J. levantó la almohada y vio que el diente no estaba, aunque tampoco había una moneda. Esta vez el ratón Pérez había dejado una nota en la que le invitaba a dejar de tomarle el pelo de una vez.
La siguiente anécdota me tiene a mí como protagonista: en mi casa nunca se ha seguido la tradición del ratoncito Pérez, como mucho con el primer diente. Hubo una ocasión en la que me puse bastante pesado en obtener mi recompensa a cambio del diente y eso que sabía perfectamente a quién tenía que pedirlo (En mi casa sólo se creía en los Reyes Magos y punto). El caso es que después de perder un diente almorzando, exigí con insistencia encontrarme con un regalo o con dinero bajo mi almohada.
A la mañana siguiente me desperté porque me encontraba incómodo, había algo voluminoso bajo mi almohada que me molestaba. Cuando tomé conciencia de lo que podía ser, me incorporé de un brinco pensando qué pedazo de regalo me habían dado por estar mellado una vez más. Mis ojos no daban crédito al cerciorarme de lo que habían puesto bajo mi almohada: una sobrasada.
A la mañana siguiente me desperté porque me encontraba incómodo, había algo voluminoso bajo mi almohada que me molestaba. Cuando tomé conciencia de lo que podía ser, me incorporé de un brinco pensando qué pedazo de regalo me habían dado por estar mellado una vez más. Mis ojos no daban crédito al cerciorarme de lo que habían puesto bajo mi almohada: una sobrasada.
Sí, una sobrasada... y no una de esas en tarrina que hacen ahora, una bien embutida. Me levanté indignado, cabreado y casi desnucado con la sobrasada en la mano. Me dirigí furioso a mi madre para pedirle explicaciones.
-¡Así no es!- le repetía.
-¡O un regalo o dinero... Pero no una sobrasada!
A lo que mi madre tranquilamente respondió:
-¡Pero si la sobrasada te encanta! ¿No me pediste el otro día que comprara?
Esa fue la última vez que Pérez vino a visitarme. De dos maneras bien distintas a J. y a mí nos dejaron claro que ya estábamos mayores para tonterías. Así que no nos quedó otra que esperar a los cumpleaños o a Navidad para recibir regalos por mera tradición.
los sanchis no podemos ser como los demas! somos asi de geniales
ResponderEliminarEstabas en tu derecho de exigir la pasta. Acude a los tribunales y reclama lo que te pertenece.
ResponderEliminarPor cierto: Ahora entiendo por qué una noche en Oropesa me convenciste de que colocar una cebolla cruda debajo de la almohada de un amigo nuevo podría ser una buena idea...
Bueniiiisiiiimoooo!!!! No podia parar de reiir.
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