De acuerdo. Lo reconocía. Se estaba comportando como una niña enfurruñada.
Simplemente necesitaba estar alejada de él unos minutos mientras le duraba el cabreo. Era algo más que contar hasta diez y, aunque aparentemente infantil, mucho más civilizado que empezar a gritarle en medio de la calle que era un imbécil. No era el hecho de haber olvidado los tickets en el último día de esta exposición, era el irritante tono con el que le había dicho que sí los había cogido al preguntárselo antes de salir de casa. Le había hecho quedar como una pesada para que, finalmente, los tickets se hubieran quedado en el bolsillo de otro pantalón. Volver a casa a por ellos no era una opción ya que sólo quedaban dos horas para el cierre de museo. En definitiva, su novio era un imbécil.
Él esperaba pacientemente a unos metros de ella. Sabía que en esos momentos, ella necesitaba de unos minutos de calma y aunque se había apresurado en disculparse, era mejor respetar su cabreo momentáneo.
Ella había leído en una revista de la sala de espera del dentista que en esos instantes en los que tu pareja se convierte en el centro de tu ira, había que hacer un esfuerzo por recordar todas sus virtudes. Estaba algo cansada de estar ahí sentada mientras él esperaba de pie en la puerta como lo que era, un imbécil, así que intentó poner en práctica el consejo de la revista:
¿Qué virtudes tenía él? Lo primero que le vino a la mente fue su comportamiento ejemplar y extremadamente cariñoso cuando falleció su padre; su mano izquierda y exquisita educación para esquivar los perversos dardos de la envidiosa de su cuñada y sobre todo, el no poder evitar contagiarse de sus ataques de risa.
A ella también le encantaba su vehemente defensa del Nesquick contra el Cola-Cao, su increíble intuición para adivinar el final de las películas y la extraordinaria capacidad de sonreír a pesar de que el despertador sonara los lunes a las 6:45 de la mañana.
Él disfrutaba contando a todo el mundo que sus hijos serían maravillosos. La explicación era lo que a ella le hacía reír: resulta que en una visita al ginecólogo, éste afirmó que su útero tenía una extraña forma de corazón.
Ella se maravillaba con la fuente inagotable de anécdotas infantiles que aún le seguía contando: la última, aquella en la que con 9 años, se pasó tres noches en vela en la azotea de su edificio. A él se le había metido en la cabeza que si encendía y apagaba su linterna repetidamente apuntando al cielo recibiría respuesta de los extraterrestres. La noche que sus padres se dieron cuenta que no estaba en su habitación, se armó el consabido jaleo: llamaron a las casas de sus amigos, a la policía, buscaron en todas partes menos en la azotea. Él se había quedado dormido intentando su encuentro interplanetario. No hubo respuesta alienígena, pero sí un tremendo catarro y un mes sin televisión.
Recordó también lo bien que aceptaba que ella tuviera fobia a volar: sabía que él disfrutaría enseñándole Nueva York y no se quejaba aunque viajar con ella era estar condenado a no salir de Europa. En definitiva, era un tipo generoso, cariñoso y un profesional excelente... Eso sí, un poco despistado.
Ella suspiró, parecía que ya estaba más tranquila. Una paloma pasaba por delante con el particular vaivén de su cabeza. Ella miró a la paloma y lo interpretó como un mensaje de paz lanzado desde donde estaba él. Ella levantó la cabeza y lo miró. Ahí seguía. De pie. Ya no le parecía un imbécil.
Además, un rayo de luz le iluminaba casualmente como un foco al artista principal en un escenario. Qué guapo estaba con esa luz. Qué paciente había sido esperándola y qué despistado era. A fin de cuentas, era la estúpida de su cuñada quien había insistido en que vieran esa exposición... No sería para tanto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario