En los últimos 11 años que llevo impartiendo clases en academias, institutos y algún domicilio particular, habré atendido a cerca de un millar de alumnos. La cifra abruma y lógicamente no puedo recordarlos a todos, mucho menos sus nombres. Hay algunos alumnos que, para bien o para mal, han dejado una huella firme en mi memoria, y por eso no he podido olvidar sus nombres. Pero a pesar de esto, de vez en cuando tengo que revisar los cuadernos que guardo al finalizar cada curso y refrescar la memoria.
Esto me ocurrió hace poco cuando vi a una antigua alumna en un centro comercial. Aunque su nombre no me vino a la mente , rápidamente la reconocí como "La chica que lloraba en clase".
Era una alumna que cursaba 1º de la E.S.O. en un centro donde trabajé hace ahora 3 cursos. Era extremadamente tímida e inaccesible. Solía sentarse sola y era aplicada en el trabajo, pero parecía que no prestaba la suficiente atención. Durante el transcurso de algunas clases, se ponía a llorar desconsoladamente sin ningún motivo aparente. Nadie se había metido con ella ni la había provocado de ninguna manera. Sus compañeros la miraban extrañados y tratabas de calmarla, pero resultaba difícil alejarla de su tristeza.
Enseguida nos informamos de sus detalles familiares y no había nada realmente grave o preocupante: vivía con su madre y sus abuelos en un ambiente estable. Fuera del instituto se relacionaba únicamente con sus familiares, protegida, quizás excesivamente, en un entorno de adultos. A sus doce años, no tenía ningún amigo de su edad. Además, no había nadie en su curso que proviniera del mismo colegio que ella.
Animamos a sus compañeros de clase para que la integraran en el grupo, pero ella se mostraba reacia. Era desolador verla en el recreo apoyada en una pared con su bocadillo observando a la ruidosa multitud invadir el patio entre gritos, risas y balones cruzándose de un lado a otro. Daba pena ver cómo no estaba disfrutando de unos años que deben estar llenos de diversión, pequeña rebeldías, nuevas experiencias y aprendizajes que curso a curso van construyendo la personalidad propia. Imagino que no supo asumir el cambio que se vive al pasar de un colegio al instituto. Ese ambiente bullicioso; los pasillos repletos de gente yendo de un aula a otra; la amplia gama de caracteres, grupos y estilos que pueden concentrarse entre las paredes de un aula... Todo ello la aturdió, le vino tan grande que no supo reaccionar. Se vio por primera vez en su vida en la tesitura de tener que hacer amigos, relacionarse y no sabía cómo.
Meses después dejó de llorar en clase. No era un ejemplo de sociabilidad pero había hecho tímidos avances: sonreía medio a escondidas ante las ocurrencias de algún compañero y participaba en clase si se lo pedías. Acabó el curso y me quedé tranquilo al pensar que en unos meses más su grado de integración sería el adecuado. Nunca volví a ese centro.
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Hace unos días estaba echando un vistazo en la sección de música de un gran almacén. Vi a un grupo de 3 chicas que se paseaban por esa zona. Ella era una de ellas. Ahora tendría unos 16 años, se había puesto guapa para salir con sus amigas, incluso se apreciaba sutilmente un poco de maquillaje en su cara. Reía con sus acompañantes irradiando esa autosuficiencia adolescente tan característica, esa actitud tan ingenua y a la vez entrañable de creerse capaz de comerse el mundo. Se la veía feliz, libre y desinhibida. Me quedé contemplándola unos segundos y me alegré de comprobar que sus problemas habían terminado. El que en muchos casos es el difícil tránsito de la adolescencia, estaba pasando por ella de forma natural y sin complicaciones. Me dio rabia en ese momento no recordar el nombre de la chica que lloraba en clase. Cuando llegué a casa, fui corriendo a revisar mis cuadernos de profesor en busca de su nombre.
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