Estábamos terminando lo que había sido una más que aceptable sesión de Ciencias Naturales en un revoltoso grupo de 1º de E.S.O. Todo había transcurrido con una inusual tranquilidad y lo que para mí era satisfacción por el rendimiento conseguido, para ellos sería, supongo, una clase simplemente entretenida.
Unos minutos antes de acabar, decidí que dejáramos todos de trabajar y esperar a que sonara el timbre. Uno de los alumnos, Jonathan, me pidió permiso para contarme "una cosa que había visto en la tele". Jonathan es para todos sus profesores una auténtica cruz: no para quieto, interrumpe, grita, habla cuando no debe, se levanta y manifiesta, en definitiva, un afán de protagonismo tan exasperante que te hace pensar que en su casa nadie le hace caso. Sorprendido por el hecho de que pidiera permiso para hablar, se lo agradecí y consideré justo escuchar su anécdota. En ese momento, se puso de pie, porque él no puede contar algo desde su asiento, y empezó a relatarnos una trifulca televisiva en un conocido programa del corazón donde dos famosos de medio pelo acababan a patadas.
Una vez finalizada la historia, Jonathan, consciente del éxito entre sus compañeros, optó por contárnosla de nuevo. Su entusisamo era tal que aún oímos un par de veces más la vergonzosa historia. De tanto en tanto, él me miraba y se maravillaba de que no le estuviera poniendo freno. Cuando tanto sus compañeros como yo consideramos que habíamos tenido suficiente ( la última versión había sido hasta escenificada) Jonathan se sentó satisfecho y dijo textualmente a su compañera de mesa:
Unos minutos antes de acabar, decidí que dejáramos todos de trabajar y esperar a que sonara el timbre. Uno de los alumnos, Jonathan, me pidió permiso para contarme "una cosa que había visto en la tele". Jonathan es para todos sus profesores una auténtica cruz: no para quieto, interrumpe, grita, habla cuando no debe, se levanta y manifiesta, en definitiva, un afán de protagonismo tan exasperante que te hace pensar que en su casa nadie le hace caso. Sorprendido por el hecho de que pidiera permiso para hablar, se lo agradecí y consideré justo escuchar su anécdota. En ese momento, se puso de pie, porque él no puede contar algo desde su asiento, y empezó a relatarnos una trifulca televisiva en un conocido programa del corazón donde dos famosos de medio pelo acababan a patadas.
Una vez finalizada la historia, Jonathan, consciente del éxito entre sus compañeros, optó por contárnosla de nuevo. Su entusisamo era tal que aún oímos un par de veces más la vergonzosa historia. De tanto en tanto, él me miraba y se maravillaba de que no le estuviera poniendo freno. Cuando tanto sus compañeros como yo consideramos que habíamos tenido suficiente ( la última versión había sido hasta escenificada) Jonathan se sentó satisfecho y dijo textualmente a su compañera de mesa:
-Qué guay que el profe me ha escuchado
Así de sencillo, Jonathan estaba feliz porque el profe le había escuchado. La frase me dejó algo trastocado, imaginé a Jonathan totalmente ignorado en su casa para que se alegrara tanto por lo que acababa de pasar. No podía dejar escapar la oportunidad, me lo había servido en bandeja. Le pregunté a Jonathan cómo se sentía cuando era escuchado y por supuesto qué le ocurría cuando no lo era. Hice extensiva la conversación al grupo y les invité a que se pusieran en el lugar de los profes cuando queríamos que se nos escuchara y no nos hacían caso. Tenía que intentarlo.
El pobre Jonathan me pidió espontáneamente disculpas por todas sus interrupciones y salidas de tono en clase, pero yo sé que volverá a las andadas la semana que viene, que le recordaré lo hablado hoy y que con eso me dará para unas semanas de buen ambiente en clase. No es culpa suya, Jonathan necesita público y el aula es su escenario.
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