lunes, 27 de enero de 2014

UNA ESCUELA IMPROVISADA


Aunque desde 2010 el gobierno establece una escolaridad obligatoria desde los 6 hasta los 14 años, hay millones de niños en India que no asisten a clase diariamente. Muchos de estos chavales vagan por las calles  o se dedican a trabajar para subsistir y ayudar a sus familias. Un comerciante de Nueva Delhi llamado Rajesh Kumar Sharma se dio cuenta de esta situación y decidió organizar una improvisada escuela. Con la autorización de sus padres, muchos de ellos reticentes en un primer momento, una treintena de niños asisten unas horas al día a un insólito lugar: una escuela bajo un puente. Allí aprenden a leer, escribir y algunas nociones de Matemáticas mientras por encima de sus cabezas pasa un tren a toda velocidad.
 En la escuela de Rajesh, quien ya recibe la ayuda de dos profesores más, la pizarra se resuelve pintando de negro el muro que hay junto al puente y el retrete es un pequeño lugar apartado cubierto de plásticos. Los alumnos siguen con ejemplar atención sus clases sentados en un suelo rodeado de escombros y perfectamente ordenados en filas. La mayoría de ellos están descalzos pero han conseguido hacerse con cuadernos, lápices y mochilas, materiales de los que extraen el máximo partido. Porque en la escuela de Rajesh no hay pupitres, columpios ni porterías; en la escuela de Rajesh no hay luz, proyectores ni conexión a internet... Lo que hay en esta escuela es coraje, ilusión y vocación por la enseñanza. Desde aquí toda mi admiración a esos pequeños grandes héroes que luchan por garantizar la educación en las condiciones más adversas.



 Las fotografías que ilustran esta entrada son obra de ALTAF QADRI de Associated Press, quien ha sido premiado por este trabajo en el prestigioso WORLD PRESS PHOTO 2013. La entrañable historia de esta escuela inusual y otras muchas más historias fotografiadas pueden ser disfrutadas en la exposición World Press Photo 2013 que estará hasta el 16 de febrero de 2014 en la Fundación Chirivella Soriano (Calle Valeriola 13, Valencia)

jueves, 9 de mayo de 2013

EL CID Y YO


Cuenta la leyenda que "estando Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, a lomos de Babieca, y viéndose amenazado por los musulmanes en lo más alto de la montaña, picó espuelas a su caballo y se lanzó en un fantástico e imposible salto al vacío, surcando Babieca los cielos del valle y tomando tierra a muchos kilómetros de la montaña del Cid Campeador, dio tan fuerte golpe con uno de sus cascos en la roca, que allí quedó impresa siempre su huella".

La inconfundible silueta de La Silla del Cid o de la cumbre del Cid, es un omnipresente punto de referencia en la ciudad donde vivo y trabajo; Elda. Su imponente relieve se ve desde mi casa, vigila el patio del instituto donde trabajo y es un testigo silencioso de múltiples rincones de esta localidad. Cuando el Cid asoma desde la carretera al regresar de mis fines de semana en Valencia, tomo realmente conciencia de que es lunes y una nueva semana acaba de empezar. Además, tengo la sensación de que el Cid controla mis movimientos en todo momento, me espía y hasta me juzga.
Llevo casi dos años aquí y desde las primeras semanas, siempre me ha apetecido la idea de subir hasta su cima, de dejar de sentirme observado y verlo todo desde sus 1.127m de altura. Hay diferentes motivos por los que se siente la necesidad de subir montañas, desde los retos físicos y personales hasta el deseo de relativizar los propios problemas al ver, desde una cumbre, lo insignificante que es el mundo donde vivimos. Quizás la mejor explicación al empeño en subir montañas es la que dio un alpinista que murió intentando conquistar la cima del Everest: "porque están ahí".
 Hace unas semanas convencí a un par de compañeros para que aprovecháramos un día festivo y almorzar en la cima de el Cid. Subir el Cid no es un reto complicado ni requiere de una especial forma física, de hecho fuimos claramente humillados por más de un pequeño aspirante a alpinista. Si a eso le añadimos la traición de nuestro guía, cuya memoria selectiva nos hizo creer que estábamos llegando al final cuando realmente íbamos por la mitad, podemos concluir que el Cid, moralmente, no nos lo puso tan fácil.
 Pero por fin llegó ese momento de subidón en el que culminas con una orgullosa zancada el último paso para conquistar la cumbre. Ese momento de gloria ridícula, patética e ingenua que te hace sentir vencedor de un inexistente duelo entre el hombre y la naturaleza.
 Es cierto que desde arriba todo se ve infinitamente pequeño, juegas a distinguir los distintos rincones de la ciudad, a buscar tu casa, tu lugar de trabajo etc. Es cierto que eso ayuda a ver las cosas de otra manera, a poner distancia entre tu persona y el barullo rutinario que hierve en la ciudad... Pero pasan los días y desde abajo, siento que el Cid continúa mirándome, vigilando mis actos y cuestionando mis decisiones, y es que no solo es difícil tratar de vencer a la naturaleza... Lo es más dejar de ser esclavo de la propia conciencia.




domingo, 3 de marzo de 2013

...Y CANCIONES DE GUERRA


En la película "Cabaret" (Bob Fosse, 1972) los dos protagonistas masculinos (Michael York y Helmut Griem) están tomando algo en una taberna en el campo, lejos de Berlín. Hace un día luminoso y todas las mesas que están al aire libre están ocupadas. Un chico de unos quince años, rubio y perfectamente peinado, empieza a cantar una bonita canción cuya letra, en principio, habla de cosas banales y paisajes bucólicos. La cámara va descendiendo lenta y astutamente desde el rostro del joven hasta que evidenciamos  que el chico viste un uniforme de las juventudes hitlerianas. Todos prestan la máxima atención a la bella melodía del muchacho y la letra empieza a hablarnos de un futuro próximo y glorioso que traerá esplendor a la patria. La variada clientela comienza a contagiarse de la emoción y todos comienzan a seguir poco a poco la conocida canción. Todos, con mejores o peores dotes para el canto, ponen el máximo empeño y entusiasmo en corear la canción. Uno a uno, niños, jóvenes y adultos, se van poniendo en pie para acompañar al chaval. El propio muchacho se crece ante la respuesta de los asistentes y cada estrofa, cada palabra suena como una ofensiva militar, como un disparo hacia el enemigo.
 El fervor nazi y el augurio del horror que va a dominar Europa se percibe en cada orgulloso rostro. El entusiasmo es generalizado salvo en nuestros dos protagonistas que contemplan atónitos el espectáculo y en una persona que tampoco está muy convencida con el asunto: se trata de un anciano, que desde su asiento ladea la cabeza como si dijera "¡Qué equivocados están!" Quizás por su sensatez, quizás por la experiencia que aporta la edad, el caso es que no comparte en absoluto lo que está ocurriendo.


Lo bueno de esta escena es la incomodidad que te hace sentir, el contraste de escuchar una canción realmente bonita y que se impregne de algo tan despreciable, crea en el espectador una sensación extraña. Para terminar de rematar esa reacción en el público, el joven se pone la gorra y culmina la canción levantando el brazo derecho. A continuación, los niños, jóvenes y adultos que seguían al chico hacen lo propio y todo se convierte en decenas de manos alzadas en una estampa terrorífica. Los personajes de York y Griem, uno americano y el otro alemán, deciden marcharse del lugar. "¿Aún crees que podréis controlarlos?" Le dice York a su compañero mientras suben al coche. No pudieron.


Disfrutad de esta genial escena:




sábado, 2 de marzo de 2013

CANCIONES DE PAZ...


En la película "Senderos de gloria" (Stanley Kubrick, 1957) un grupo de soldados franceses disfruta en una taberna de una jornada de descanso antes de volver al frente.  El local tiene un pequeño escenario con un piano y el propietario tiene una actuación sorpresa para los soldados. Para presentarla, la define como "una nueva adquisición del enemigo" y que viene desde Alemania, "tierra de bárbaros". Aparece en escena una joven, cohibida por tanto público hostil y abrumada por los abucheos. Los soldados están ahora más agitados si cabe... A saber cuánto tiempo hace que no ven a una mujer. Además, el dueño del local la describe de manera humillante mientras aumentan las carcajadas burlonas y los insultos de los clientes. Lo único que destaca de la pobre chica es el talento de su voz. 
 La joven empieza a cantar Der treue husar (el valiente húsar) y a medida que la melodía avanza sin que la chica pierda su aspecto frágil y temeroso, el silencio comienza a adueñarse de cada uno de los asistentes. Ya no hay burlas, ni gritos, la dulzura de su voz va recorriendo las mesas y apaciguando el estado asalvajado de los soldados. Poco a poco el poder de la música les hace empatizar con la chica hasta sentir compasión por ella. La música les arrastra bruscamente a tomar conciencia de la realidad miserable que están viviendo: la guerra. 
 Para algunos, esa joven simboliza la mujer, la novia o la hija que han dejado en sus respectivos hogares; otros se sumirán en la tristeza al recordar los actos horribles en los que han participado y en un intento de confraternizar con el enemigo, algunos comienzan a tararear la canción. Evidentemente, no tienen ni idea de alemán, da igual, un espontáneo coro de voces acompañará a la cantante hasta el final, sepultando, aunque sólo sea por unos momentos, la crueldad y deshumanización iniciales.
 Su semblante, antes risueño y luego serio, es ahora el rostro de la emoción, de la tristeza que hace brotar las lágrimas. La cámara se detiene en un soldado bastante joven, aunque su barba lo intente disimular y sobre todo, demasiado joven para haber vivido el horror de una guerra, si es que para eso hay alguna edad óptima. La imagen se va aproximando a su cara mientras una lágrima va cayéndole por la mejilla.


 El coronel de ese destacamento (Kirk Douglas) recibe órdenes de movilizar a la tropa, pero en vista del estado en el que se encuentran, pide que les dejen un rato más en la taberna. 
 Esta escena es uno de los mejores finales que se han rodado nunca y supone el broche idóneo a la que es, probablemente, la mejor muestra de antibelicismo que ha dado el cine. Curiosamente, este pacifismo que desprende la película no sentó nada bien en su estreno: en Francia fue duramente criticada por la imagen que ofrece de los militares y aquí, en España, no la pudimos ver hasta mediados de los ochenta. Por lo visto, los fusilamientos a inocentes y cabezas de turco que se muestran en la película de manera crítica, no fueron del agrado del antiguo régimen.

Aquí tenéis la escena de la canción, por cierto, la chica en cuestión es la mujer de Stanley Kubrick:




domingo, 20 de enero de 2013

DE SALVAJES Y ÁNGELES


Trabajar como profesor en un instituto de Enseñanza Secundaria siempre te nutre de anécdotas de lo más variadas y que más de una vez amenizan charlas con amigos y familiares los fines de semana. En la mayoría de ocasiones, estas experiencias tienen como protagonistas a los alumnos más díscolos o a algún comentario chocante de los mismos. Siempre tengo la sensación que sólo cuento el lado más desagradable de mi trabajo porque fuera de contexto resulta chocante y divertido e intento evitar que los demás piensen que  no siempre es así añadiendo coletillas como "... Pero la mayoría son buenos"
 Este fin de semana ha ocurrido lo mismo, he vuelto a casa con la que es probablemente una de las anécdotas más impactantes vividas en un aula. El protagonista de la misma, al que llamaremos C, es un alumno de esos que viene cuando le da la gana o cuando los Servicios Sociales dan un toque en su casa. No  es que el sujeto sea un maleducado , es que creo que nunca ha recibido educación alguna. Es habitual en él lanzar todo tipo de obscenidades, exabruptos, golpear la mesa y hasta tirarse pedos en clase. Participa en un grupo especial llamado "Integra": uno de los múltiples recursos que tiene nuestro sistema educativo para tratar de reenganchar a determinados alumnos hacia la consecución de un título que les facilite el paso a su vida laboral. El programa en cuestión se podría tomar, en el mejor de los casos, como la última oportunidad para aprovechar el itinerario de la Enseñanaza Secundaria, y en el peor, como una manera de concentrar a alumnos disruptivos y evitar que alteren el resto de grupos. Nosotros ponemos todo nuestro empeño para que esta segunda opción no sea la base de nuestro esfuerzo, de hecho, hay ejemplos en los que se ha obtenido el resultado deseado, pero con C es realmente difícil. Si después de su retahila de procacidades diarias, consigues hacerle razonar, calmarle, o felicitarle aunque sea por diez minutos de trabajo bien hecho, podemos considerarlo un buen día. Pero el pasado miércoles no fue un buen día:
 Tras su habitual dosis de verborrea escatológica y preocupantes síntomas de obsesión sexual, comenzó a zarandearse los genitales hasta conseguir una evidente erección que él se molestó en delimitar con sus manos para que el resto de la clase y su profesor fueran testigos del bulto que crecía bajo su chándal negro. Orgulloso de su hazaña y encantado consigo mismo, se levantó para que ninguno de los presentes nos perdiéramos el espectáculo. 
 Dudo mucho que la pequeña conversación que tuve después con él sirviera para algo, y lógicamente di parte del suceso. C estará unos días fuera y puede que tras todas las amonestaciones acumuladas pierda su derecho al programa. A sus profesores nos quedará una mezcla extraña entre el alivio por poder trabajar mejor con el grupo en su ausencia;  la confirmación de que hicimos lo que pudimos y una leve, sólo leve, sensación de fracaso.


Pero como he comentado antes, también son habituales las anécdotas entrañables: la misma semana que C alcanzaba su plenitud más soez, un anónimo ángel de la guarda hizo que la vida de un alumno fuera un poco más feliz. T es un alumno al que la asfixiante y cruel crisis económica lo ha llevado a pertenecer a una nueva forma de consideración, la de aquellos con necesidades económicas. A este pequeño pero creciente sector del alumnado se les facilita, por parte del centro, los libros de texto y algo de material, pero la situación de T parecía especialmente grave. Con tanto alumno que entra y sale de las aulas es muy difícil estar al tanto de la totalidad de los problemas particulares de cada uno, pero uno de los profesores de T advirtió que el suyo era un caso especial. 
 En casa de T hace tiempo que no entra dinero, las prestaciones por desempleo se agotaron y literalmente  tienen para comer y gracias. Su mochila estaba llena de descosidos y a punto de romperse por varios sitios y en general, hacía mucho tiempo que T no estrenaba una nueva prenda de vestir. El profesor, en privado, le preguntó qué necesitaba y T le respondió agradecido que nada. El compañero volvió a insistir, proponiendo en vez de preguntando: le planteó la idea de comprarle una mochila nueva e incluso de darle ropa de un sobrino suyo de la misma edad. T aceptó tímidamente.
 De forma discreta y sin que ningún compañero de T se enterara del asunto, su profesor le dio una mochila nueva y un estuche que había comprado la tarde anterior. Para evitar preguntas incómodas, T guardó sus nuevas pertenencias dentro de su vieja mochila y se fue a casa.
 De casualidad me enteré de la anécdota y me pareció que mi compañero había tenido un gesto entrañable y digno de admiración. Está claro que ganarse al alumnado no pasa porque sus profesores les ayuden siempre de esta manera, pero conociendo a T, sé que le ha quedado claro para siempre que los profes estamos para ayudarles en todo lo que podamos y no sólo para pedir silencio y mandar deberes. También estoy convencido que este pequeño gesto va a repercutir de forma indirecta en la motivación y rendimiento del chaval. 
 Al día siguiente me crucé con T por el pasillo, me saludó afable como de costumbre y me fijé en que llevaba una estupenda mochila nueva. No le quise decir nada para mantener el asunto con la discreción con la que se hizo, pero T estaba especialmente sonriente ese día.