jueves, 9 de mayo de 2013

EL CID Y YO


Cuenta la leyenda que "estando Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, a lomos de Babieca, y viéndose amenazado por los musulmanes en lo más alto de la montaña, picó espuelas a su caballo y se lanzó en un fantástico e imposible salto al vacío, surcando Babieca los cielos del valle y tomando tierra a muchos kilómetros de la montaña del Cid Campeador, dio tan fuerte golpe con uno de sus cascos en la roca, que allí quedó impresa siempre su huella".

La inconfundible silueta de La Silla del Cid o de la cumbre del Cid, es un omnipresente punto de referencia en la ciudad donde vivo y trabajo; Elda. Su imponente relieve se ve desde mi casa, vigila el patio del instituto donde trabajo y es un testigo silencioso de múltiples rincones de esta localidad. Cuando el Cid asoma desde la carretera al regresar de mis fines de semana en Valencia, tomo realmente conciencia de que es lunes y una nueva semana acaba de empezar. Además, tengo la sensación de que el Cid controla mis movimientos en todo momento, me espía y hasta me juzga.
Llevo casi dos años aquí y desde las primeras semanas, siempre me ha apetecido la idea de subir hasta su cima, de dejar de sentirme observado y verlo todo desde sus 1.127m de altura. Hay diferentes motivos por los que se siente la necesidad de subir montañas, desde los retos físicos y personales hasta el deseo de relativizar los propios problemas al ver, desde una cumbre, lo insignificante que es el mundo donde vivimos. Quizás la mejor explicación al empeño en subir montañas es la que dio un alpinista que murió intentando conquistar la cima del Everest: "porque están ahí".
 Hace unas semanas convencí a un par de compañeros para que aprovecháramos un día festivo y almorzar en la cima de el Cid. Subir el Cid no es un reto complicado ni requiere de una especial forma física, de hecho fuimos claramente humillados por más de un pequeño aspirante a alpinista. Si a eso le añadimos la traición de nuestro guía, cuya memoria selectiva nos hizo creer que estábamos llegando al final cuando realmente íbamos por la mitad, podemos concluir que el Cid, moralmente, no nos lo puso tan fácil.
 Pero por fin llegó ese momento de subidón en el que culminas con una orgullosa zancada el último paso para conquistar la cumbre. Ese momento de gloria ridícula, patética e ingenua que te hace sentir vencedor de un inexistente duelo entre el hombre y la naturaleza.
 Es cierto que desde arriba todo se ve infinitamente pequeño, juegas a distinguir los distintos rincones de la ciudad, a buscar tu casa, tu lugar de trabajo etc. Es cierto que eso ayuda a ver las cosas de otra manera, a poner distancia entre tu persona y el barullo rutinario que hierve en la ciudad... Pero pasan los días y desde abajo, siento que el Cid continúa mirándome, vigilando mis actos y cuestionando mis decisiones, y es que no solo es difícil tratar de vencer a la naturaleza... Lo es más dejar de ser esclavo de la propia conciencia.




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