domingo, 30 de septiembre de 2012

DOLORES



 Dolores García Duarte se vanagloriaba de considerarse una “Señora” y hacía uso del término con un orgullo y una exclusividad que dejaba de lado a buena parte de sus vecinas. Para Dolores, ser una Señora no tenía por qué venir de nacimiento, pero sí después de muchos años de educación y aprendizaje a los que muchas mujeres de su barrio no habían tenido acceso. O al menos, eso pensaba Dolores.
 La corrección al hablar, el saber estar o los modales en la mesa, formaban parte del atuendo de Dolores; tanto como sus ceñidas chaquetas, su mínimo maquillaje y el pétreo cardado, a prueba de vendavales, que erguía su anciana figura dándole un aspecto inusualmente estilizado para sus 77 años.
 Bajo esa impecable escafandra se escondía una mujer que desprendía un leve halo de amargura: unos hijos y nietos que la visitaban con cada vez menos frecuencia y una añoranza diaria a quien fue su marido y compañero, Roberto.
 Si Dolores era una Señora de los pies a la cabeza, Roberto era, por supuesto, todo un caballero. Roberto falleció en alta mar, en el barco de un conocido empresario con quien iba a iniciar unos supuestamente prósperos negocios. Dolores no acudió a la cita por su propensión a marearse y gracias a ello salvó su vida.  Todavía se desconocen los motivos del hundimiento del barco, y entre los cuerpos que nunca se hallaron estaba el de Roberto. El hecho de no haber podido dar a su marido cristiana sepultura era uno de los pesares que arrastraba Dolores. Mientras sus amigas acudían con regularidad al cementerio para honrar a sus muertos, Dolores acudía al puerto, el lugar más cercano posible a los restos de su difunto marido. De pie en el muelle, entre el ajetreo de la actividad diaria del puerto y con el olor a pescado que desprendían las redes amontonadas a su lado, Dolores mantenía largas conversaciones sin respuesta con el mar. Dolores aceptaba su viudedad con resignación, llevarla dignamente era como un requisito más para considerarse una respetable Señora.
 Cada mañana acudía al supermercado, pocos minutos después del horario de apertura.  Evitaba la compra de varios días por dos razones: una por no ir tan cargada de peso y la otra por su obsesión por consumir siempre productos frescos. A pesar de que el edificio donde vivía desde hace más de cincuenta años contaba con un ascensor desde hacía una década, Dolores prefería subir a pie con su reducida bolsa de la compra hasta su casa en el segundo piso. De este modo, cubría los minutos de ejercicio físico que recomendaba su médico.
 La insistencia de sus hijos en contratar a alguien que le ayudara a mantener la casa era interpretada por Dolores como una forma de limpiar su mala conciencia por la ausencia de visitas. Además, Dolores era muy desconfiada y recelosa de sus pertenencias, sin contar con la casi milimétrica posición que ocupaban los diferentes objetos de su casa. Un orden que seguramente sería fácilmente vulnerado por las manazas de cualquier contratada. También desconfiaba de los avances tecnológicos, sobre todo en los asuntos del dinero. Por eso Dolores era enemiga de tarjetas y sacaba su asignación mensual en caja, a pesar de las insistentes recomendaciones de los empleados de su banco.
 De lo que no era consciente Dolores era de su ligera pérdida de agudeza visual. Así pues, si bien ella pensaba que mantenía su hogar limpio y reluciente, una fina pero ya establecida capa de polvo cubría algunos rincones y objetos que se libraban de la cansada vista de Dolores. A la pérdida de visión le acompañaban unos inofensivos despistes que empezaban a ser una costumbre.
 Una mañana del mes de marzo, el despiste en cuestión fue olvidarse el monedero sobre la cómoda del salón cuando bajó a hacer su compra diaria.
 Dolores caminaba hacia el supermercado ajena a su olvido, con la cabeza alta y una expresión  seria en su rostro. Sólo cuando se cruzaba con alguna persona conocida, ladeaba mínimamente la cabeza y arqueaba sus labios ofreciendo una leve sonrisa que susurraba un escueto “Buenos días”. En el supermercado, antes de incluir los productos en su cesta, los examinaba minuciosamente y los observaba dándoles varias vueltas entre sus manos. Todo un ritual diario que provocaba la mofa del personal de la tienda sin que ella fuera consciente.
 Esa mañana, una vez terminada la selección, Dolores esperaba en la cola de la caja del supermercado. Un hombre, a quien Dolores había dejado pasar amablemente, pagaba simplemente una lata de cerveza. El hombre, de aspecto ajado y olor penetrante, rebuscaba entre sus dedos la moneda más adecuada para pagar. Dolores disimulaba su incomodidad por el hedor que le llegaba, fingiendo que se sonaba con su pañuelo de tela con las iniciales de Roberto bordadas. Finalmente, la valiente cajera rescató de la ennegrecida mano del hombre una moneda de un euro, terminando así con su compra.
  La cajera pasó por el detector los productos que había adquirido Dolores: un paquete de servilletas de papel, tres manzanas compradas al peso, un filete de lenguado, un manojo de zanahorias y un pack de cuatro yogures desnatados.
 El precio total era de 6 euros con 56 céntimos. Dolores extrajo de su bolso su cartera y sacó de la misma un billete de 5 euros, seguidamente y tras guardar la cartera se dispuso a buscar su monedero. Por más que revolvía en su interior, el monedero no aparecía por ningún lado; olvido que la autoexigencia de Dolores no podía permitirse. Probablemente todo se zanjó en un par de minutos pero para Dolores fue un auténtico calvario. Avergonzada y sudorosa, como si hubiera cometido el más terrible de los pecados, Dolores confesó la posibilidad de su olvido a la cajera y la imposibilidad de pagar el euro con 56 céntimos restantes. Inexpresiva ante el sofoco de Dolores, la cajera le preguntó cuál de sus productos quería desechar. Dolores estaba confusa, incapaz de decidir ante la novedad de la situación y sin atreverse a mirar al resto de gente que hacía cola detrás de ella.
 De repente, una voz conocida acudió en su ayuda; una voz que se abrió paso entre el pánico y la angustia que envolvían a una paralizada Dolores. La voz en cuestión era de Mari, la vecina del primer piso, quien se ofrecía a prestarle las monedas que le hicieran falta, adornando su ofrecimiento con frases como “Para eso estamos las vecinas” u “Hoy por ti mañana por mí”.
 Todos los presentes fueron testigos de cómo Mari prestó el dinero a una Dolores rendida y apabullada de tal manera que apenas pudo pronunciar un inaudible “gracias”. Mari, la misma Mari cuya escandalosa risa se oía por toda la escalera, la misma Mari cuyo marido había sido expulsado del bar de la esquina en más de una ocasión, la misma Mari que por no tener categoría de “Señora” se quedó en Mari y no en María.
 Aturdida pero a un paso más acelerado de lo normal, Dolores salió del establecimiento bolsa en mano con el urgente y firme propósito de llegar a casa, dejar la compra, coger el monedero y bajar a la puerta de su vecina a devolverle el euro con 56 céntimos. Se consolaba pensando que cuánto más pronto concluyera todo, más reducida sería la mancha que había quedado en su intachable expediente de corrección y en su labrado estatus de “Señora”.
 Subió las escaleras a una inusitada velocidad pensando cuántas personas se habrían enterado por boca de Mari del suceso del supermercado en los minutos transcurridos. Dolores llegó jadeante a su puerta y tras sacar las llaves de su bolso, necesitó detenerse unos segundos para recuperar el aliento.
 Una vez en casa, dejó la compra sobre la cómoda, donde aguardaba impasible el maldito monedero. De repente, un leve carraspeo impidió que Dolores cogiera el monedero y levantó la cabeza hacia la ventana, de donde provenía el sonido.
 Allí estaba ella, con su imponente presencia, su raída túnica negra, su guadaña en la huesuda mano y una capucha que apenas permitía vislumbrar su rostro. Ver a La muerte de frente no le provocó un susto, ni un escalofrío, ni siquiera daba miedo. Por el contrario, Dolores sintió indignación, cabreo… esto no podía pasarle a ella en un día como hoy.
Con una ambigua y quebrada voz, La muerte preguntó:
-¿Dolores García Duarte?
-Sí, soy yo. Respondió firmemente.
-Me temo que ha llegado el momento de partir.
Dolores quedó callada y cabizbaja unos segundos. Respiró hondo y dijo:
- Imagino que no será costumbre hacer excepciones, pero me gustaría que me concediera unos minutos más, sólo unos diez minutos más, a lo sumo quince. Si tiene usted la bondad…
Una carcajada interrumpió la súplica de Dolores. La muerte, sorprendida por la inusual ocurrencia, permitió a Dolores que se explicara un poco más y entonces ella le relató lo acontecido en el supermercado.
- Por favor. Concluía Dolores. Jamás me perdonaré subir al cielo dejando una deuda por cumplir.
A La muerte siempre le llamaba la atención la seguridad con la que todos sus clientes, por llamarlos de alguna manera, afirmaban que subirían al cielo. Cansada de tanta explicación comentó a Dolores, que el hecho le parecía insignificante y por tanto, insuficiente. Mientras dijo esto, tendió ante Dolores su mano izquierda invitándola a que le acompañara.
 Dolores oyó como en el piso de Mari ya había actividad, su habitual cantinela  lo dejaba patente, así que se armó de valor y elevando el tono de voz de una manera admirable, teniendo en cuenta ante quien se estaba midiendo, dijo:
-Escúcheme bien, durante toda mi existencia he cumplido de manera estricta con todos mis compromisos y responsabilidades. Esta virtud me ha definido y acompañado durante muchísimos años. No voy a tolerar marcharme de aquí dando la oportunidad de que alguien piense que me fui  dejando algo por hacer. Así que le exijo que me conceda diez minutos más de vida.
 La muerte quedó enmudecida, nunca había presenciado una osadía igual. Dolores, orgullosa de su firme declaración de intenciones, interpretó el silencio de La muerte como una concesión a su demanda. Sin esperar respuesta alguna, se dio la vuelta y cogió el monedero de la mesa. Antes de salir de casa se aseguró que contenía la cantidad de sobra para pagar a Mari y se dispuso a bajar al primer piso. Durante unos segundos sopesó la idea de utilizar el ascensor ya que ahora no iba a poder disponer de él nunca más, pero prefirió mantener con orgullo sus costumbres hasta el último momento. Con una mano agarrada a la barandilla, bajó tranquilamente los escalones. Cualquier otra persona a quien le hubieran concedido una mínima tregua antes de una muerte segura, aprovecharía para otros menesteres como despedirse de alguien o realizar inútiles exámenes de conciencia. Pero Dolores estaba literalmente entregada al cumplimiento de su deuda y sorprendentemente, no estaba nerviosa en los que eran sus últimos minutos de vida. Llevaba años mentalmente preparada para este momento y, salvo lo ocurrido ese día, tenía la conciencia más que tranquila.
 Al llegar a la puerta de Mari, observó que estaba simplemente entornada. Mari solía dejarla así durante el día porque constantemente pasaba al piso de enfrente, donde vivía su hermana, Juani. Dolores llamó al timbre pese a que la puerta no estaba cerrada. Al ver que nadie salía a recibirla y como el tiempo apremiaba, se saltó una más de sus costumbres y entró en casa ajena sin ser previamente invitada. Avanzó por el recargado recibidor plagado de marcos de fotos y aprovechó para ir sacando el dinero del monedero. Entró en un pasillo desde el que se accedía por un lado a la cocina y por otro al comedor, como en su piso. Empujó suavemente la puerta de la cocina llamando a Mari una y otra vez. Lógicamente Mari debía estar allí guardando su compra… Y allí estaba.
 El cuerpo de Mari yacía bocabajo sobre el suelo de la cocina. Las monedas se desprendieron de la mano de Dolores y rodaron en el suelo hasta chocar con el cuerpo de la fallecida, como ovejas que vuelven a su redil. Una moneda descarriada se mantenía girando sobre sí misma a unos centímetros del cuerpo de Mari, hasta que el pisotón de La muerte la dejó fija en el suelo. Dolores contemplaba la escena con estupor. Con voz temblorosa dijo:
-¿Cómo has podido hacerme esto?
La rabia de Dolores dio paso a unas abundantes lágrimas que cruzaban su rostro de indignación.
 Haciendo memoria, la muerte no se había topado jamás con una clienta tan atrevida y poco respetuosa. En ese momento, cansada e irritada por el comportamiento de la anciana, pronunció unas palabras que a Dolores le resultaron muy familiares:
-Escúcheme bien, durante toda mi existencia he cumplido de manera estricta con todos mis compromisos y responsabilidades. Esta virtud me ha definido y acompañado durante muchísimos años. No voy a tolerar marcharme de aquí  dando la  oportunidad de que alguien piense que me fui dejando algo por hacer.
 La muerte, que ya llevaba retraso en su plan de esa mañana, se esfumó llevándose consigo el alma de la pobre Mari. Su imagen se fue haciendo cada vez más imperceptible hasta que finalmente desapareció por completo.
 Dolores se arrodilló junto al cuerpo inerte de su vecina, completamente atónita  por lo que le había sucedido. Una a una, recogió en silencio las monedas y las volvió a guardar en el monedero. Apoyándose con dificultad en una silla se puso en pie y salió de aquella cocina arrastrando los pies. Podría haber aprovechado para avisar a la hermana de Mari, pero se encontraba tan mareada que decidió subir a su casa y encontrar la manera de asimilar la situación.
 Durante los seis años siguientes hasta su muerte, Dolores vivió atormentada con la idea de estar disfrutando de unos años de vida robados a Mari. Desde ese fatídico día, la culpabilidad se había apoderado de su cuerpo como un nuevo y perenne atuendo, un pesado lastre que acabó minando su salud hasta que ya no podía ocuparse de sí misma.
 Sus hijos acordaron llevarla a una residencia, donde murió tranquilamente una noche mientras dormía en su habitación. Los últimos años apenas había salido de ese pequeño y sencillo dormitorio. Confinada entre esas cuatro paredes donde a saber cuántas personas habían vivido antes, hecho que la nueva Dolores ya no tenía en consideración. El día de su muerte, cuando procedieron a levantar el cuerpo de la cama, observaron que su puño derecho agarraba con fuerza un monedero. Algo inusual, ya que en la residencia los internos no necesitaban dinero. Cuando uno de los auxiliares pudo extraer de sus rígidos dedos el monedero, lo abrió por curiosidad y vio que había 1 euro con 56 céntimos acompañados de una nota que decía: Para Mari

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